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domingo, 17 de noviembre de 2019

De incesancia, escritura y muerte

“Tienes un deseo: morir. Y una esperanza: no morir”. 
“A los doce años escribo mi primer verso… escribo para no morir”. 
Alfonsina Storni 

La escritura en relación con la muerte, con el suicidio en particular, es un campo trabajado por la crítica como “lugar de encuentro de fuerzas inconscientes” (Jitrik, 1999: 29) y como experiencia dudosa donde se triunfa fracasando (Jitrik, 1959: 74). Desde este punto de partida podemos acercarnos a la lectura de Horacio Quiroga y Alfonsina Storni en torno a los problemas metafísicos del escritor en relación con su material, el lenguaje, con su espacio profundamente marcado por la experiencia solitaria y en estrecho vínculo con el entramado inconsciente. 
Dicha lectura se proyecta como una incesancia -en términos de Noé Jitrik- y a partir de la búsqueda sobre lo que el texto contiene de experiencia, subjetividad, cuerpo del escritor: a partir de la indagación en ese mapa implícito, que no está presente ni en la forma ni en el mensaje llano del texto (en la superficie formal o textual), sino en su interior. Este criterio debe ser entendido en función de la relación compleja entre la obra, el material (lenguaje) y el espectro subjetivo que determina al escritor. Considerar que el inconsciente es el campo donde se gesta todo lo que ciertamente se puede leer, es una apuesta muy profunda de la crítica, en su empeño por indagar ese “otro lugar” del texto: el espacio de los goces del lenguaje, en el cual el lector ingresa, que no es otra cosa que la escritura misma y, a su vez, la prueba de que el texto me desea como lector (Barthes, 1993: 14). El “tropiezo” del escritor consiste en que tan sólo puede “proponer”; tanto su actividad como la del lector están legisladas por un tercero que es el Deseo, o la interrogación por el mismo (Rosa, 2004: 44).

En primer lugar, entendiendo que escribir no se trata de hablar sobre algo, que sería escribir un exterior, establecemos que la escritura es explorar una potencia, búsqueda que no se consigue nunca en el afuera. Este espacio solitario del escritor es el vacío que es “su propio sentido” (Blanchot, 1991: 25). Por otro lado, paradójicamente, el lenguaje, el material, no es un poder decir del escritor, es un sin sentido. Se trata de un origen que el escritor no puede alcanzar pero que funciona como lo único que puede alcanzar. El lenguaje no es un poder decir, porque habla como ausencia, pero en esa ausencia, en el sin sentido, el silencio se habla (Blanchot, 1992: 43-46). En la búsqueda de dislocación del lenguaje literario, huyendo a una sintaxis desordenada, la desintegración del lenguaje sólo puede conducir a un silencio de la escritura: a la escritura en su grado cero, arte que tiene la estructura del suicidio porque “el silencio es en él como un tiempo poético homogéneo que se injerta entre dos capas y hace estallar la palabra menos como el jirón de un criptograma que como luz, vacío, destrucción, libertad” (Barthes, 1997: 77). La literatura no es este lenguaje indefinido y neutro, porque en ese caso para Barthes estaría vencida. Hay “una red de formas endurecidas” y hay automatismos en la escritura literaria. El sinsentido (la palabra del espacio literario) es la cualidad del lenguaje inconsciente que, en este sentido, se acerca a la “agrafía” que recompone aquello de lo que se intenta huir. Como en la sabia afirmación de Rimbaud, “yo es otro”, en la palabra que inscribe la voz de ese yo hay un otro lado desconocido e indómito, un grado cero. Ese sinsentido que forma parte de la literatura no es lo opuesto a algo que tiene sentido, es algo que no tiene la garantía de significar algo, es una palabra que se libera de su carga de corresponderse con un significado. De esta manera es una palabra errante: no opera en el ámbito de la comprensión, está siempre saliéndose de lugar. El escritor trabaja con esta palabra. 
El lenguaje como lugar de encuentro de fuerzas inconscientes da la clave para leer a los escritores que, suicidándose, hicieron estallar por los aires la paradoja de la que pende la angustia de no poder hacer sino lo único que pueden hacer, escribir, que es a la vez lo que los arranca y les quita la posibilidad de hacer, porque los enfrenta a la muerte. 

Horacio Quiroga tiene disposición para la experiencia y para la muerte; lo expresa en su literatura: “encuentra el pozo que acecha a cada uno de los hombres” (Jitrik, 1959: 70). Ese pozo es la muerte que lo persigue. Primero se manifiesta en seres cercanos y esas “muertes sirven para apresurar el proceso de su literatura que, gracias a estos accidentes, se enriquece con una dimensión asustadora” (1959: 65). A su vez, lo empujan a privarse del mundo, vivir apartado de la sociedad experimentando el límite con la propia muerte. Experimentar ese límite es la base de la utilería literaria y la raíz de su originalidad. Su obra está en estrecha vinculación con la disposición para la experiencia, se juega la vida como juega con la literatura. Pero hay una contradicción: ¿cómo la experiencia vital puede ser total si se quiere recluir para que su experiencia literaria sea total? Quiroga está abierto a la experiencia y no excluye ni evita el peligro. En efecto, para escribir necesita experimentar ese límite que lo acerca a la muerte. La paradoja de la vida consiste en que lo mejor y más vital es la disposición por la cual se enfrenta con la muerte. La experiencia literaria sería atarse a algo seguro, como Teseo al hilo de Ariadna para salir del laberinto. No morir gracias al hilo salvador: la escritura. No haber roto el hilo es no haber conocido el laberinto y no experimentar el límite. Lo inefable se basa en que “lo que no se vive no se conoce y lo que se vive no se puede contar” (1959: 66). Pero el hecho de contarlo, de escribir, es permanecer atado al hilo. 
Alfonsina Storni escribe su primer verso a los doce años; habla sobre cementerios, sobre muerte. Lo deja debajo del velador para que su madre lo lea. El resultado es doloroso: recibe unos coscorrones que pretenden enseñarle que la vida es dulce. “Desde entonces, los bolsillos de mi delantal, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan” (Storni, 1999: 1077). Esos papeluchos son testigo de ese gesto inicial del yo poético, del “yo fallado” de Alfonsina que busca incesantemente escapar de las fuerzas mortíferas frente a la cancelación del principio de placer (Paris, 2014: 158). Esa búsqueda está explícita en El dulce daño, en el poema “Así”: Hice el libro así: / Gimiendo, llorando, soñando, ay de mí. 
Su escritura se conjuga con su psicosomática en torno al quiebre de la pulsión de vida. 

Si la pulsión es un concepto límite entre lo psíquico y lo somático, si el yo es el genuino almácigo de la angustia, la escritura ha funcionado en Alfonsina Storni como el canto del caminante en la oscuridad que desmiente su estado angustioso, pero no por ello le permite ver más claro. (Paris, 2014: 162) 

Cuando toma la decisión final, Alfonsina deja una nota muy simple: Me arrojo al mar. Se arroja, en un acontecimiento brusco, no romántico, donde el yo poético escribe que se suicida, de la misma forma que lo expresa en el último poema, titulado “Voy a dormir”. Pero antes le deja una carta a Manuel Gálvez: “Estoy muy mal. Por favor, mi hijo tiene un puesto municipal, yo otro. Ruéguele al intendente en mi nombre que lo ascienda acumulándole mi sueldo. Gracias. Adiós. No me olviden. No puedo escribir más.” La imposibilidad de seguir escribiendo se refleja en la necesidad de morir. Hasta ese momento, aplazar el momento del suicidio, es equivalente a seguir escribiendo. 
En contrapartida, para escribir, Quiroga se arroja a los riesgos de la muerte y juega, al mismo tiempo, con la literatura y con la vida. Alfonsina formula su afinidad con él, que va más allá de la amistad entre ellos, en el poema “Allá dirán”: 

Morir como tú, Horacio, en tus cabales, 
Y así como en tus cuentos, no está mal; 
Un rayo a tiempo y se acabó la feria... 
Allá dirán. 
Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte 
Que a las espaldas va. 
Bebiste bien, que luego sonreías... 
Allá dirán. 

En el cuento “Los buques suicidantes” de Quiroga, uno de los personajes expresa el arrojo en la aceptación de la muerte, unida a la angustia. 

—¿Y usted no sintió nada? —le preguntó mi vecino de camarote. 
—Sí: un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben haber hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre que noche a noche se ahorcaban. (Quiroga, 2005: 29) 

No podemos unir coherentemente el plano vital y el plano de lo transmitido, lo escrito. El lenguaje tiene las marcas del sinsentido. La distancia entre los dos planos, el escritor no la puede salvar. Por el fatal desencuentro de estas dos experiencias, la sinceridad en literatura es imposible. “Los escritores más significativos son los que juntan y armonizan los dos tipos de experiencias llevándolas hasta el límite anterior a la muerte y que admiten su incapacidad para cumplir cualquiera de las dos totalmente” (Jitrik, 1959: 75). La función de la lectura crítica se ubica en esa zona de rodeo, en el límite entre los dos planos. Lo que leemos es una “realidad otra”, que no está ni en el plano vital ni en el textual. Eso que no puede ser pronunciado, que no puede ser dicho, es lo real. En lo real, en el dolor, en lo indecible, allí donde no hay discurso se produce el vacío. La relación entre el deseo y la literatura se nos presenta como el lugar donde podemos ver lo que late en una producción textual. Es una relación que nos permite atender a lo que ocurre en ese texto más allá de su mero mensaje y por medio del deseo manifestar lo oculto, que se expresa en el inconsciente de la letra misma. 




Bibliografía 

BARTHES, R. (1993). El placer del texto. Seguido por Lección inaugural. México: Siglo XXI.
BARTHES, R. (1997). “¿Qué es la escritura?” en El grado cero de la escritura. México: Siglo XXI.
BLANCHOT, M. (1992). El espacio literario. Barcelona: Paidós. 
BLANCHOT, M. (1991). “La literatura y el derecho a la muerte” en De Kafka a Kafka. México: FCE. 
JITRIK, N. (1959). “Experiencia vital y experiencia literaria” en Horacio Quiroga. Una obra de experiencia y riesgo. Buenos Aires: ECA. 
JITRIK, N. (1999). “Las marcas del deseo y el modelo psicoanalítico” en CELLA, S. La irrupción de la crítica. Buenos Aires: Emecé. 
MADRAZO, J.A.: “Entrevista a Noé Jitrik: Leer un texto como una música” en Ateneo, N° 492, segundo semestre de 2005. 
PARIS, D. (2014). Secretos familiares, ¿decretos personales? El entramado inconsciente en la transmisión generacional y cómo superar la repetición del árbol genealógico. Buenos Aires: Del Nuevo Extremo. 
ROSA, N. (2004). El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres. Rosario: Beatriz Viterbo. 
STORNI, A. (1999). Obra Completa. Tomos I y II. Buenos Aires: Losada. 
STORNI, A. (1968). Poesías Completas. Buenos Aires: Sociedad Editora Latinoamericana.
QUIROGA, H. (2005). Cuentos de amor de locura y de muerte. Buenos Aires: Losada.

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